martes, 12 de julio de 2011

MIS PLANES PARA EL CORPUS CHRISTI



MIERCOLES 23 Junio

Mi madre me pidió que la acompañara a comprar unas muletas. Los casi cuarenta grados que aplomaban nuestras cabezas unido al paso cachazudo de mama y mi prisa por coger el tren provocaron que mis niveles de ansiedad, que ya venían siendo altos, alcanzaran la línea de emergencia.  Mi hermana apareció en el momento justo para rescatarme, con su bebé vencido por la fiebre. Y allí las dejé. Corrí hacia mi casa con el tiempo justo para darme una ducha, hacer la maleta y tomar un taxi.

Llegué a la estación con la camiseta empapada en adrenalina y estrés, a dos minutos de la hora de salida impresa en mi billete, comprado esa misma mañana por internet. No encontraba ningún indicador que marcara Calatayud, tampoco a nadie que se identificara como personal de la estación. Solo dos destinos anunciados Jaén y Aranjuez. Naufragué en la geografía de España buscando mi destino y asociándolo con cualquiera de las dos propuestas. Subí y bajé escaleras, corrí hacia la taquilla: una larga cola; me estrellé con la ventanilla de información: nadie dentro. El cinturón de la maleta me cortaba el cuello. Por fin, en la solapa azul de un tipo gris, el ansiado logo de Renfe.

Media hora después, me encontré en la triste estación de Villaverde Bajo, esperando mi conexión con Calatayud. Siempre creí que esto de los trasbordos solo se refería a vuelos internacionales. Marta, comenzó a liarse un cigarrillo con una máquina de plástico que le rellenó un papel con un solo movimiento de mano. La pobre chica intentaba calmarse después de tan agotador trasbordo. Una víctima más de la falta de información a que estamos habituados en nuestro país. Yo, que había dejado de fumar hacía unas horas:

        – ¿Puedes hacerme uno para mí? – le pedí, haciendo cualquier comentario sobre lo curioso de su enorme máquina.

Rumbo a Calatayud, pensé en el cincuentón que me esperaba al final del trayecto. No le gustaba que fumara. Era hiperactivo, vigoréxico y bastante salvaje. Su estética física era la de un buen ejemplar macho, guapo, atento, sonrisa trabajada y pose descuidada pero currada durante horas en un espejo de cuerpo entero. Vivía en pleno campo, rodeado de caballos, motos, quads, calesas y matrimonio de servicio. Todos sus juguetes, siempre a mano. Abiertas las puertas a toda persona que quisiera pasarse por allí un fin de semana, estaba su flamante casa, rodeada de musculosos robles y arbustos que desfilaban a lo largo de no sé cuantas hectáreas.

Ese día se había levantado conmigo en Madrid pero un plan deportivo inesperado le había hecho regresar a su campo antes de que yo saliera del trabajo:

      – Yo te vengo a buscar al final del día, si quieres. Dijo con un hilo diminuto de voz.
      – ¡No hombre no!, como vas a irte a Calatayud, volver a Madrid y volver a Calatayud, todo en la misma tarde, después de haberte desgastado jugando al polo con la nobleza. Una cerveza con ellos te sentará bien y yo iré en tren cuando salga de trabajar.

Cuando llegué, prefirió esperarme sentado en su coche hasta que yo saliera de la estación. Quizá por el calor que todavía atizaba o por no dejar solos a sus huéspedes de coche. El, recién caído del caballo me saludó.

Yo le había relatado por mi Black and Jerry (así la llamaba él, aparentando ingenio) todos los avatares y sudores de mi viaje. Quizá un: ¿Cómo estás? hubiera sido más oportuno que su estúpido saludo pero yo andaba enamoriscada para hacer cualquier tipo de evaluación a ese analfabetismo emocional que intuía en él desde que le conocí hacía ya cuatro meses.

Tras dejar repartidos a los acompañantes, llegamos a casa. Yo estaba emocionada con un largo fin de semana de descanso compartido con mi guapo cincuentón. Largos abrazos, largas charlas, buena alimentación, deporte, campo y playa. A escasos tres metros de la casa me anunció:

      –Marianica, – así me llamaba, – tenemos huéspedes. Ni siquiera me miró.
      –¿Ah sí? Muy bien – No añadí nada.
      –Solo son cuatro personas, un matrimonio encantador con sus hijas pequeñas. Me miró esperando de mí una reacción de poca conformidad.

En un periquete adiviné cual sería mi papel en los próximos días. Admiré la habilidad que había tenido para tener todos sus juguetes el fin de semana, entre los que yo estaba incluida.

      –Además, el viernes vienen otros dos amigos, que aun no conoces, – continuó, – con los que nos iremos el viernes a la playa y verás como allí te curas, Marianica.

La cura se refería a una dolencia de la que me vengo quejando cinco años y que brota de vez en cuando en forma de dolor general. Aun no se ha averiguado la causa pero parece que tiene cierta relación con los cambios de tiempo, hormonas, virus, estrés y alguna causa más que la ciencia aun no descarta, psicológica. Acababa de dejar atrás dos brotes agotadores. Un mes rebotada con el mundo y sin aguantarme a mi misma había sido un empacho de tensión digno de Guinness.

Esa noche transcurrió tranquila si no contamos el pequeño incidente con mi idolatrado hombretón por fumarme tan solo un cigarrillo en la conversación de la sobremesa. Su reacción contó con la contra reacción de algún íntimo presente en la tertulia, lo que en mi estado, agradecí. Cuando los invitados se fueron a dormir, yo me fumé otro, tumbada en la hamaca observando las estrellas. Uno de esos espectáculos por el que uno nunca querría morirse. Le pedí que se sentara a mi lado para poder charlar un rato de cerca pues sus viajes de ocio le robaban más tiempo del que tenía para repartir. A Marianica no le había tocado casi nada en los últimos meses. Optó por entrar en la casa y concentrarse en su ordenador. En media hora y sin ningún incidente más reseñable, había empezado a roncar.


JUEVES 24 Junio (Corpus Christi)


Abrí un ojo y el ya estaba deambulando por la habitación. Me alegré de estar allí, de ver el inmenso roble que me venía despertando por la mañana los últimos fines de semana. Había memorizado hasta su última rama y estaba aprendiendo a quererlo. Un día de tormenta y mucha lluvia comenzó mi romance con sus hojas mustias.

      –¿Por qué no te tumbas un ratito a mi lado? Le dije, reclamando algo de ternura temprana.

El optó por entrar en el baño y yo me volví a dormir. No sé cuantos minutos después, una masa de ochenta kilos cayó a plomo en mi espalda y de sopetón volví a la realidad.

      –¡Ahora no! Rezongué, no ves que estoy dormida.

Se levantó ofendido y se largó. Volví a dormirme intentando buscar un mimo en cualquier buen sueño. Me arropó esa última cabezada, que algún libro menciona y que resulta muy reparadora para músculos y neuronas. Una hora más tarde, me levanté fresca, con esa sensación tan agradable que últimamente solo me daba el campo.
Cuando bajé ya habían desayunado todos. Pedí disculpas. El anfitrión estaba fuera, preparando la logística equina para organizar un buen plan a sus invitados.

      –¿Un paseíto a caballo? Le pregunté sin conocer su programa, mientras nos dábamos un abrazo que a mí me pareció breve.
      –Tenemos que hacer un plan que podamos hacer todos– respondió esquivándome para comenzar a caminar. –Sabes que hay niños y no saben montan.

Justo en este momento mi sesera se cortocircuitó. Podía haber sido gradual, desde el momento en que los planes que había en esa casa no eran los que yo esperaba o desde el momento en que supe que él me había ocultado esa Gran Comuna que iba a ser mi vida en los próximos cuatro días. En unos cuantos segundos me sentí como una reencarnación de la esposa o madre de un locomotoro hiperfísico y afectivamente disminuido.

El se percató. Era observador como las lechuzas.

Subimos al carruaje. Lo que me había parecido la carroza de cenicienta días pasados, ese día se me asemejó a un carromato sucio y caluroso. Atrás, en el cubículo, el sopor y la falta de espacio me irritaban y no me daba la gana una conversación con la mujer y las niñas. El sitio de honor, al lado del cochero, había sido ocupado por el padre de familia que conversaba con el presumido chofer. Dos largas horas de paseo en el arrastre me hicieron pensar en algo que en cierta ocasión escribió un buen amigo: -Una relación de pareja consiste en estar haciendo continuamente, ambas partes, cosas que no le apetecen a uno de ellos. Por fin de vuelta a casa, más animada, conversé unos minutos con la mama y las adorables criaturas. En realidad eran unas niñas educadas, atractivas y seguramente en otras circunstancias me hubiera divertido jugar con ellas. La idea de aperitivo, comer, copita de vino y después una pequeña siesta con él me había hecho venirme arriba.

El alzó la voz para que todos oyéramos sus próximas instrucciones:

      –¿Estáis todos preparados? Hoy comemos en casa de “El flaco”.

Así le llamaban, a su amigo más íntimo y vecino de la finca de al lado. Un atractivo sesentón, sensible a los detalles, a la cultura, divertido y tocado por la trascendencia que te da la reflexión. Algunos pensaban que yo siempre me había sentido atraída por él. En realidad era un tipo de los que quieres que se queden en tu vida pero mis feromonas no se inmutaban cuando le tenía delante. Quince o veinte días antes había conocido a una mujer que ya desempeñaba perfectamente el papel, si bien algo forzado, de señora de la casa. Atenta, cariñosa, amable con todo el mundo, dispuesta para organizar el servicio y viva para ocuparse de cualquier detalle farragoso que pudiese incomodar a “el Flaco”. Uno de esos momentos en que, como espectador, las piezas del puzle no encajan pero ves como se fuerzan para empotrarlas unas con otras.

Fuimos muy bien recibidos por todos. Una mesa para quince personas nos acogería junto a los invitados de “El flaco”. Los platos iban y venían a través de la larga mesa, el vino que se servía maridaba bien con los chistes, historietas y chascarrillos de unos y otros. Conversaciones frívolas adecuadas al momento. Los anfitriones, enamorados, no soltaban sus manos bajo la mesa, se miraban a menudo mientras ella, afable, daba instrucciones al servicio .Yo observaba su habilidad para no perder una sola conversación de la mesa, para hacer el comentario exacto, para observar cualquier necesidad de los comensales. Me pareció una perfecta máquina de precisión recién salida de fábrica. Los miraba como miro a la presentadora del telediario, intentando averiguar su día a día, sus momentos a solas, sus conversaciones. Detallar aventuras y desventuras de sesenta años de vida no es nada fácil ni breve. De vez en cuando salía de mí para participar en la conversación o poner un gesto de desaprobación a alguno de los torpes comentarios del cincuentón, que me habían sentado a la derecha.

Ya le había comunicado que no iría a la playa, poniendo dos o tres excusas poco creíbles. Los pocos minutos que tenía para hablar con él unido a su falta de empatía me sumieron, como diría cualquier manual de crisis de pareja, en el aislamiento.

Pude zafarme, terminados los postres, aprovechando el cansancio de las dos niñas y el matrimonio para ir a descansar a “nuestra casa”. El se quedó charlando con “El Flaco” de lo poco que yo le comprendía y de lo poco que me implicaba con su vida. De esto vine a enterarme después, sin sorprenderme porque ellos lo compartían casi todo.

Tumbada en la cama, aun no me había dormido cuando llegó él con cierto aire de suficiencia. Quizá no tenga otra oportunidad, pensé:

      –No estoy hecha para tí. Nosotros somos muy diferentes. Intenté decírtelo hace tiempo pero te empecinaste….. Le dije, tranquila, sin aguijón.

Sin decir nada entro en el baño. Salió en unos segundos, tiempo que aproveché para imaginar el capítulo de culebrón que yo deseaba:

“ El Se tumbó en la cama, a mi lado, con un abrazo cálido me dijo que sólo quería hacerme feliz. Se disculpó mientras me contaba como se le había ido todo de las manos con tanta gente. Que eran planes ya establecidos hacía tiempo y no había podido evitarlos. Entendía muy bien como me sentía pero me pidió un esfuerzo y que me mantuviera a su lado. No hubo más palabras, solo un largo y cálido beso”

De nuevo en la puta realidad, entró en la habitación, apoyó su hombro con algo de chulería en la pared más cercana a la cama y me dijo:

      –Que sepas que si lo dejamos nos equivocamos. Tú eres como yo. Los dos nos lo pasamos bien.

Algo me descolocó, yo había utilizado la primera persona del singular pero agradecí su solidaridad cuando contestó en primera del plural. Le expliqué cómo me sentía pero con los cables cruzados no suele dar muy buen resultado. Si rompía a llorar íbamos a necesitar una canoa por lo que intenté pensar en algo divertido.

      –Me apetece volver a Madrid, sin dramas. No es mi mejor momento y quiero estar con mi gente. ¿Me bajarías al tren? Su casa estaba en alto, camino de una ermita, a cuarenta kilómetros de la estación.

Tras cruzar algunas palabras de esforzados intentos por entendernos, terminé respetando sus deseos: bajar, poner mi mejor sonrisa con los invitados y cuando me fuera de allí si no quería volver, era mi elección.

      –Es lo que procede y lo que yo haría, me dijo. No le faltaba razón atendiendo a esas pamplinas sociales que por fortuna me vengo quitando de encima desde que me cayeron los cuarenta.

Vagué por la casa, acaricié a los perros, me desconcentré en las páginas de “el Solitario” (meditaciones sobre la vida y andanzas de un jabalí de Jaime de Foxá) y bajé al pueblo a comprar tabaco para fumar ya definitivamente. Sentada en una terraza de carretera, tres pitillos seguidos, el teléfono pegado a la oreja y mi cara bañada en lágrimas, escuchaba a mi amiga al otro lado de la línea: –¡Vente a Madrid, ya!, . Mi excusa era que no tenía coche pero, haciendo una buena introspección creo que era una mezcla de morbo y esperanza.

Cuando subí, estaban preparados los caballos para montar. Mientras nos estábamos equipando, nos cruzábamos por la casa pero no nuestras miradas. El charlaba con todos pero con ninguno más de unos minutos. Puede ser que algunas palabras me tocaran en el sorteo, no lo recuerdo, pero sí que él llevaba puesta la sonrisa que me gustaba.

Pedí disculpas a nuestra compañera de ruta, la mama de familia que se había incorporado a nosotros en el último momento. Con la intimidad esfumada otra vez, inventé que yo, cuando montaba a caballo me volvía autista. Esto me permitió callar y disfrutar en silencio del momento. Al rato, mi caballo pisoteó la pata a uno de los perros que caminaba a nuestro lado y la ruta se hizo corta. Había que curarlo.

De nuevo en casa, aperitivo, conversación y ducha antes de la cena. Me arreglé como nunca lo hacía en el campo y con la chola ya pasada de rosca, salí dispuesta a representar una solemne escena. La cena esa noche sería de nuevo en casa de “El flaco”. Eso sí, ya éramos diecisiete. Habían llegado los dos nuevos.

Gote, así se llamaba mi marmolillo, también se sentó a mi lado esa noche, por orden de los invitantes. Hizo varios intentos de acercarse a mí con chistecillos y bufonadas tal y como hacíamos en los días de vino y rosas. Algunos eran mordientes y ácidos pero yo ya estaba en clave budista. Opté por conectar con la única joven de diecisiete años que había en la mesa y como adolescentes pasamos una velada envuelta en risas histéricas. Me tragaba lagrimones de cuando en cuando. “El Flaco” me hizo algún gesto que yo entendí empático y me reconfortó.

Nuestro dueto se había convertido en un escarabajo pelotero tejiendo una bola de residuos. Crecía la incomunicación, la arrogancia, la indiferencia y nuestras sonrisas para los demás. La pelotilla se convertía en un polvorín. Cuando ya era lo suficientemente grande, terminó la velada. De vuelta a casa, su reacción al salir bruscamente del coche y dejarnos dentro a su sobrina y a mí me hizo entender que yo había encendido la mecha del explosivo y no el cigarro que me prendí en su coche.

Cuando llegué a casa él ya estaba allí. Subí a la habitación y sin más el artefacto hizo !!BOOM!! Y yo imaginé nuestras caras negras, tiznadas de pólvora como las de Mortadelo y Filemón. Me trasladé a una de las habitaciones de abajo y con un buen atracón de sollozos, me quedé dormida inventando una nueva escena de telenovela.

MEDIO DIA DEL VIERNES 24 Junio


Continuando con la pantomima, me levanté a las ocho para que nadie sospechara que había pasado la noche en un cuarto alejado del suyo. Abrí nuevamente “El solitario” cuando él apareció detrás de mí:

      –Buenos días Marianica, dijo. Qué raro verte tan pronto levantada. ¿Has dormido bien? Su tono era tan natural como el entorno. Volví la cabeza y contesté sin dirigirle la mirada.

Esa mañana preparé yo el desayuno. Carla, la chica de servicio aun no había llegado y los invitados esperaban. Corté su fruta de todos los días mientras él preparaba la maleta. Adorné su kiwi, pera y plátano habituales con algo más, un puñado de cerezas rojas que no se comió.

Alrededor de las once, comenzaron las despedidas. Unos salían para la playa y otros nos íbamos a Madrid. A mí me llevarían “El flaco” y su novia. Prefería haberme ido en tren pero Gote no me pudo llevar esa mañana.

      –Deja ya de liar, me había dicho  tres horas antes cuando me empeciné en que me llevara al tren. –Yo no te puedo bajar, tengo que hacer las maletas y preparar mi viaje. Te irás con los que se van a Madrid, ordenó con contundencia.

Por fin, después de despedirnos todos, nos acercamos él y yo a la puerta de su coche. Le deseé un buen viaje aupando mis brazos sobre sus hombros a la vez que el me cogía por la cintura. Los que no viajaban contemplaban la escena desde la piscina.

      –Adiós Marianica, aun abrazado a mí y con la sonrisa que me gustaba me espetó:
      – Espero que te tranquilices un poco en Madrid. Te perdono por todo.

“Marianica abrió los párpados y sus ojos se inflaron desorbitados. Alzó la rodilla y con toda la potencia que salió de su cuerpo, la estrelló contra los huevos de Gote. “

En estado de shock caminé a pleno sol los metros que me separaban del coche. Una vez más la maleta me cortaba el cuello, cargada de todos los chismes que había ido dejando en su casa.
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Gracias a mi querido amigo Manuel Torres Rojas por dignarse a bajar a nivel de párvulos y prestarse a hacer inteligible los párrafos del relato que no se podian comprender más que por mi atribulada cabeza.


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