lunes, 10 de mayo de 2010

Pedazo de Vida

     









Como cada tarde, el tintineo de la correa empujó a Horco, excitado por el paseo inminente, a saltar sobre el pecho de su amo. Era extraño, pero la rutina había ayudado a Fabio a encontrarse otra vez con la vida, después de que esta le hubiera ajustado las cuentas.
      ––Me gusta este momento –– Se agachó pasando la mano por el peludo lomo de su compañero. ––Echemos un vistazo ahí fuera.
      En la calle hacía frío y olía a paz. Esa paz que de cuando en cuando pintaba la 5th Calle de Manhattan, corazón de aquel movimiento punk que le seguía enloqueciendo, aunque ya sin añoranza. Ventanas, portales y barandillas metálicas sosegaban los feroces rincones de aquellos años.
     ––Cuéntame lo que ves, Horco––. Dijo a su perro, sacando un canuto del bolsillo de su abrigo.
       Una honda calada le dispuso a recordar el garaje donde ensayaban, el reflejo de su cara, treinta años más joven, en el platillo de la batería; los lascivos dedos de su chica acariciando su vieja guitarra y a él, componiendo esas letras tan poco virtuosas.
      ––Creo que nunca te he llevado al parque Hudson River––. Continuó en alto: Era nuestro sitio, nos gustaba estar cerca del río, beber, hacer saltar el sistema y maldecir el desfile de hombres corrientes, ajenos a nuestro mundo. Ese domingo estábamos todos, excitados por aquel concierto. Los tripis y el Vodka nos habían atizado un buen colocón. Fue el inicio de un mal viaje, querido amigo, y… ya conoces el resultado: Una bonita factura de oscuridad, mi pálido bastón y tu, mi noble guía. En el tiempo que dura un pestañeo cambia el viento, amigo mío––. Pensó en lo perra que se volvía la vida cuando te pillaba desprevenido y continuó hablando a Horco como si este pudiera darle su parecer.
            Desde hacía un buen rato un runrún rockero se había colado en su cabeza. Canturreaba aquel ridículo tema de “los Ramones” mientras, en el bolsillo de su pantalón, la mano tocaba una supuesta guitarra contra su pierna. En su negrura, la música le proporcionaba aun más placer. El calorcillo del sol tardío se colaba entre la lana de su chaqueta y el reloj de la iglesia anunciaba las seis y media. Se sorprendió perdonando mientras el viento besuqueaba su cara sonriente.
          ––Cuéntame Horco. Cuéntame que ves. Alargó el brazo tentando el suelo con su vara albina. Su fiel Horco bajo el bordillo y después él. Antes de llegar al suelo tropezó con un pedazo de su suerte perdida en el asfalto. Las notas se desafinaron mezclándose con la estridencia de un frenazo. Se alzó a pocos metros del suelo mientras retomaba su melodía. Una oscuridad desconocida. Sonrió.